lunes, 19 de noviembre de 2007

Kung Fu XXX


La mejor experiencia con la pornografía la viví en una función continuada en el Cine Country, en el año 1982. Las películas pornográficas nunca fueron mi pasatiempo favorito. Creo que me asustaba la enormidad de un sexo, masculino o femenino, ya que siempre me encantó sentarme en la primera fila del cine. Me asustaba también la oscuridad, que cumplía el papel de cómplice del deseo de un grupo de desconocidos con un objetivo común: exacerbar su libido pública y clandestinamente.

¿Cómo es posible conciliar esta contradicción aparente? Es más fácil ser clandestino que público, pero más fácil aún es ser públicamente clandestino. Deleitarnos de placer sin vernos las caras es, al parecer, nuestro deporte favorito.


El primer episodio de la doble función fue una tortura para mí. Un director de televisión hace el casting para el papel principal de una película, con criterios matemáticos (diámetro y profundidad) en vez de actorales.

En el intermedio, se prende la luz y un joven vestido de karateca sube al escenario. Nos anuncia que hará una demostración pues necesita recolectar fondos para viajar a un campeonato sudamericano de Kung Fu. La música empieza y con ella, la demostración, artística y marcial. En el climax de la coreografía, ensaya un doble mortal. Cae mal y queda tendido. No reacciona. Nos vemos obligados a subir, atenderlo, llamar una ambulancia. El joven es retirado inconsciente por dos enfermeros que bien pudieron salir de entre los asistentes.

La luz sigue prendida. Nos miramos las caras por unos segundos y automáticamente empiezan los silbidos, reclamando la última parte del show.

La luz cae y la función continúa.


Imágenes tomada de aquí y de aquí

domingo, 18 de noviembre de 2007

Glóbulos caninos

La sangre siempre me ha causado incomodidad, sobre todo si no está contenida en alguna jeringa, frasco o bolsa. Nunca me quedó claro si en algún momento es de color rojo, como en las películas, pues cuando la he podido ver fuera me pareció mas bien granate, estilo Defensor Lima. Carasucia.

Domingo en la tarde. Llamada de emergencia. El perro de mi hermana no salía debajo del carro de mi padre desde el día de ayer y por lo tanto, no comía por más de 24 horas. Acudo en el término de la distancia acompañado del Gordo y me hago cargo.

Me agacho y lo veo postrado, gruñendo y mostrándome los dientes. Le extiendo mi brazo con cariño y recibo una mordida. Algo andaba mal. Llamo al veterinario que de mala gana llega con una pértiga con un lazo en uno de los extremos. El perro abandona a la fuerza su refugio en medio de aullidos desaforados. Al verse desprotegido, pierde instantaneamente la fiereza temporal y nos damos cuenta todos que la cosa viene mal. Nos vamos los 3 y el perro a la veterinaria, sin sirena.

En la camilla, el doctor nos muestra las encías blancas que evidencian la gravedad del caso. Veneno para ratas, engullido poco a poco, rompiendo lentamente vasos internos que provocaron una hemorragia lenta y sutil, pero mortal. Sin muchas opciones, nos propone una transfusión.

Pregunto torpemente si no hay que hacer un examen previo o si los perros no tienen Sida. El doctor me ignora y nos informa que va a traer al donante. No hay opciones para mi perro. O entra en shock y se muere inmediatamente o lo estabilizamos y le salvamos la vida.

Quince minutos más tarde, tenía la vista fija en una jeringa enorme, llena de sangre canina, fresca y sana. Como líder del equipo, el doctor distribuye las tareas. El Gordo le agarra las extremidades posteriores y el doctor las anteriores y el cuello. A mí me toca la mejor (o la peor) parte: aplastar la jeringa rítmicamente, inyectando vida y a la vez violentando el sistema sanguíneo del paciente. No estoy preparado. Dudo y quiero reclamar pero no hay tiempo para negarme. La operación empieza y el perro abre los ojos sorprendido

Luego de vaciarle la jeringa entera, nos sentamos a esperar. Cuando el perro levanta la cabeza tímidamente, sonreimos y nos damos cuenta que podemos recuperarlo. El doctor asiente de mejor humor y nos dice que el pronóstico ha mejorado notablemente.

Pregunto cuanto debo aunque en el fondo quiero saber, por morbo y practicidad, cuanto cuesta la dosis que le salvó la vida al moribundo. Demasiado para lo que tenía en el bolsillo, sobre todo si el donante (la perra del veterinario) no va a cobrar nada. Regateo y logro un buen descuento.

Llamo a mi hermana y le digo que el perro está bien.

Imágenes tomadas de aquí y aquí

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Avión


Me siento en el 5C y el sufrimiento empieza. Mi codo y el de mi vecino luchan por adueñarse del brazo del medio. Nos rozamos, cada uno en lo suyo, empujamos un poco y terminamos acomodándonos sin mirarnos. Cretino.

El avión está listo para despegar y el del 4C sigue hablando por su celular. Le hago una seña a la aeromoza que acude a mi rescate y obliga al sujeto a apagarlo. El del 4D percibe mi participación, le dice algo al del 4C, murmuran entre ellos y tratan de voltear a mirarme. Cretinos.

Me quedo dormido casi inmediatamente. Sueño con un perro de mi infancia que mordió a un niño y que tuvimos que sacrificar; me miraba con pena y yo le preguntaba de donde había salido. Cuando estaba a punto de acariciarlo, la aeromoza me despierta y me entrega una cajita. Cretina.

Me paro y me dirijo al baño. Ni bien cierro la puerta, el capitán nos recuerda a todos que estamos atravesando una zona de turbulencia y que mantengamos los cinturones abrochados. Cretino.

Recupero mi asiento. Me sumerjo en la música y trato de relajarme. Veo un fogonazo y al mismo tiempo escucho un ruido seco, espantoso. Me saco los audífonos y el avión está mudo. Me acuerdo inmediatamente de Fearless (Jeff Bridges en un avión que se estrella en cámara lenta) y me pregunto en que momento empezamos a caer.

Un minuto más tarde, un timbre rompe el silencio general. La chica del 6D llama a la aeromoza y le pregunta que pasó. Puedo escuchar la palabra rayo. La gente vuelve a retomar sus conversaciones poco a poco y empiezo a escuchar risas. Yo sigo congelado en mi asiento.

Aterrizamos y al bajar, el capitán nos despide personalmente. Le pregunto que pasó y no escucho bien su respuesta, aunque puedo reconocer nuevamente la palabra rayo. Le doy la mano y le dejo un húmedo recuerdo de mis nervios.

Ya en el taxi, me doy cuenta que mi mochila con todas mis cosas se quedó en el maldito avión.


Imagen tomada de aquí e intervenida por hmg

viernes, 9 de noviembre de 2007

Jalowin


31 de octubre de 1975, Villa Militar de Arequipa. Cae la tarde en el parque y uno de los amigos pregunta si vamos a salir a pedir Halloween. ¿Halloween?, nunca antes había escuchado esa palabra. Nos explican a mi hermano y a mí que hay que disfrazarse para pedir dulces y si no te los dan, puedes tomar represalias: pintar algo en la puerta, tirar huevos a la casa o retumbar sus ventanas.

Hasta ese momento, toda nuestra infancia había transcurrido entre libros rusos, el Pedro Ruiz Gallo (colegio para hijos de militares) y villas militares. Dos meses antes, Velasco acababa de ser destituído por un grupo de generales que prometían el pronto regreso a la democracia. Velasco siempre me había caído bien y si bien no entendía mucho de lo que pasaba, la reforma agraria y la promesa de una revolución peruana me sonaban muy bien.

Halloween también me sonó muy bien, no creo que por el disfraz o los dulces, si no quizás por la posibilidad de poder romper el orden establecido. Mi hermano y yo fuimos juntos a pedir permiso pues la cita era a las 8 de la noche en el parque.

Mis padres casi se caen de espaldas. No entendían de donde había salido esta costumbre gringa ni por que ahora de pronto, queríamos entregarnos a disfrutarla. Lloramos desolados. El chantaje funcionó. Nos dieron el permiso y salimos a encontrarnos con el resto del grupo.

El fin de semana siguiente recibimos de regalo un libro que en esa época era muy popular, sobre todo en un país que estaba viviendo, o sobreviviendo, una revolución: Para leer al Pato Donald. Comunicación de masa y colonialismo de Dorfman y Mattelart.

Tres años más tarde, mi padre fue becado a EEUU y viajamos todos por 15 meses a Leavenworth, Kansas. Estudié 2do de media en un colegio público y pude finalmente, conocer Disneylandia.



Imagen tomada de aquí

Mañanitas


Leandro me toca la puerta del baño y grita mi nombre varias veces. Salgo medio calato. Me extiende los brazos y pone cara de engreído. Sabe que la ducha significa que le quedan no más de 20 minutos para disfrutar de su papá y los quiere aprovechar al máximo.

Lo siento al baño y empezamos a jugar con sus “gorditos” (los dedos gordos de sus pies), levanta el pie para que le de un beso, escondemos y encontramos sus zapatos en una caja al lado. Me mira con cara de ya terminé y vuelve a extender los brazos. Le lavo el poto en el caño, le pongo un pañal nuevo y lo cambio.

Cuando se da cuenta que Claudia está dormida se sienta en el piso a mirar como me visto. Se quiere poner uno de mis zapatos. Se ríe. Cuando ve que me estoy poniendo la chompa vuelve a extender los brazos. Salimos juntos del cuarto.

En mis brazos, come de mi pan con queso y quiere tomar de mi jugo pero está muy helado. Se mete a la caja de las verduras y empieza a tirar las papas. Se ríe. No quiere abandonar la cocina mientras yo esté ahí, parado, terminando mi desayuno.

Me ve tomando mi mochila y vuelve a extender los brazos. No acepta la despedida así que tiene que bajar con Magda y conmigo hasta la puerta del edificio. Cuando ve la bicicleta se confunde y piensa que es hora de pasear. Tengo que explicarle que no, que tenemos que despedirnos, que nos veremos a la hora del almuerzo.

Me mira, sonríe para mí y me hace adiós.

martes, 6 de noviembre de 2007

Rumspringa


Devil's Playground, un documental que pude ver hace algún tiempo, retrata el mundo Amish desde un punto de vista particular. Los Amish, un grupo religioso y étnico cristiano anabaptista, viven aislados del "mundo inglés" en EEUU y Canadá. No tienen electricidad, teléfono, agua y desague y no usan radio, TV, auto o bicicleta.

Nadie es bautizado al nacer. Al cumplir los 16 años, a los jóvenes les es permitido experimentar el "mundo inglés", abandonando el hogar y gozando de todo lo que hasta ese momento les era vedado: ropa, música, alcohol, sexo, drogas. Es su decisión el volver, cuando lo crean conveniente, y ser bautizados, con lo que aceptan vivir el resto de sus vidas como Amish. Es su decisión ser o no ser Amish, como dice uno de los adolescentes del documental.

Rumspringa (dando vueltas) es el nombre de este periodo de vida de los Amish y Devil's Playground (parque de diversiones del diablo) es el nombre que usan para referirse al mundo exterior.

Witness, una película de 1985 del australiano Peter Weir, retrataba con algo de ingenuidad la confrontación de ambos mundos, pero desde el punto de vista de John Book, un detective urbano interpretado por Harrison Ford, que tiene que proteger al único testigo de un asesinato, un niño Amish.

Me llamó la atención el alto porcentaje de adolescentes que vuelven para ser bautizados: entre 85 y 90%. Investigando un poco, encontré un artículo sobre el documental, donde se señala la similitud entre el código Talibán y el Amish, haciendo notar por supuesto, que los Amish son pacifistas.

Me imagino el camino inverso. Imagino ser un amish por 3 o 4 años y me veo aburrido ordeñando vacas a las 5 a.m. Pero recuerdo también que a los 15 años, "dejé" la seguridad de mi familia para entrar a ese "parque del diablo" que fue la universidad, donde pude probar todo lo que hasta ese momento me fue ocultado. Y no me refiero solo a lo frívolo.

Probar o no probar, una versión moderna del, o previa al, ser o no ser hamletiano.



Imagen tomada de aquí

lunes, 5 de noviembre de 2007

Puente Villena


Salgo, como todos los sábados, a cumplir mi rutina ciclística. Parto de la Pera del Amor, bajo a Agua Dulce y a La Herradura, ida y vuelta, todo en hora y media.

Frente al Estadio de Miraflores, un amigo de todos me arrancha el celular que tenía colgado de mi canguro. Se zambulle en un tico sin placas mientras yo sigo pedaleando. Me siento más tonto que nunca. Luego de diez segundos, la rabia me invade.

Molesto, me dirijo a la comisaría para hacer la denuncia. Me atienden correctamente, sin prisa, y vuelvo a sentirme un tonto, gracias a la mirada del suboficial. Salgo a la calle y no me queda claro que hacer. Decido seguir adelante con mi rutina y olvidarme del robo.

Veo en el Puente Villena a mucha gente mirando hacia abajo y pienso que alguien se acaba de tirar. La frecuencia de suicidas era tal que dos serenazgos patrullaban el lugar las 24 horas. Falsa alarma. Un escuadrón de águilas negras entrenaba descolgándose del puente. Me paro y me recuesto contra la baranda a ver el show.

Siento una mano en mi hombro. Uno de los serenos me indica que está prohibido pararse en medio del puente y me pide que circule. No le encuentro sentido a lo que me dice y le pido amablemente que me deje tranquilo. El sereno coge su radio y pide refuerzos.

Siento un golpe en la baranda del puente y oigo un grito de espanto. Volteo por instinto y veo a alguien rodando abajo, inerte. Los gritos generalizados son el reflejo de la desgracia. Los policías que entrenaban dejan todo, desconcertados, y se lllevan rápidamente el cuerpo.

El descuido del sereno fue la oportunidad que el suicida, oculto entre la gente, estaba esperando.

Me siento culpable y tengo ganas de tirar la bicicleta por el puente. Me alejo con pena. Suelto una lágrima por el desconocido.


Imagen tomada de
aquí