lunes, 5 de noviembre de 2007

Puente Villena


Salgo, como todos los sábados, a cumplir mi rutina ciclística. Parto de la Pera del Amor, bajo a Agua Dulce y a La Herradura, ida y vuelta, todo en hora y media.

Frente al Estadio de Miraflores, un amigo de todos me arrancha el celular que tenía colgado de mi canguro. Se zambulle en un tico sin placas mientras yo sigo pedaleando. Me siento más tonto que nunca. Luego de diez segundos, la rabia me invade.

Molesto, me dirijo a la comisaría para hacer la denuncia. Me atienden correctamente, sin prisa, y vuelvo a sentirme un tonto, gracias a la mirada del suboficial. Salgo a la calle y no me queda claro que hacer. Decido seguir adelante con mi rutina y olvidarme del robo.

Veo en el Puente Villena a mucha gente mirando hacia abajo y pienso que alguien se acaba de tirar. La frecuencia de suicidas era tal que dos serenazgos patrullaban el lugar las 24 horas. Falsa alarma. Un escuadrón de águilas negras entrenaba descolgándose del puente. Me paro y me recuesto contra la baranda a ver el show.

Siento una mano en mi hombro. Uno de los serenos me indica que está prohibido pararse en medio del puente y me pide que circule. No le encuentro sentido a lo que me dice y le pido amablemente que me deje tranquilo. El sereno coge su radio y pide refuerzos.

Siento un golpe en la baranda del puente y oigo un grito de espanto. Volteo por instinto y veo a alguien rodando abajo, inerte. Los gritos generalizados son el reflejo de la desgracia. Los policías que entrenaban dejan todo, desconcertados, y se lllevan rápidamente el cuerpo.

El descuido del sereno fue la oportunidad que el suicida, oculto entre la gente, estaba esperando.

Me siento culpable y tengo ganas de tirar la bicicleta por el puente. Me alejo con pena. Suelto una lágrima por el desconocido.


Imagen tomada de
aquí

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