Llegamos juntos a la comisaría y en menos de media hora, el sujeto pasa de la súplica a la rabia. ¿Acaso no tienes nada mejor que hacer?. Y en quince minutos más, pasa de la rabia a la agresión verbal. Oficial, creo que el señor es gay. Quizás mi pantalón negro con rayas blancas y una cruzada de piernas sospechosa refuerzan su prejuiciosa hipótesis. El oficial de turno le llama la atención más de una vez y el parte se levanta con no poco desorden.

Salimos todos en un patrullero rumbo al dosaje etílico. En el camino, regresan las súplicas. El borrachín nos ofrece (a los dos oficiales y a mí) arreglar las cosas y los policías dudan. Imposible amigo, hubieran arreglado antes. Un compañero del estudio en el que trabaja (no esperaba menos de un abogado) le recomienda negarse a pasar el examen. Se niega oficialmente y sopla la cañita extraoficialmente. Positivo. Las enfermeras lo anotan en el parte y Oscar V. M. firma en medio de airadas protestas. Volvemos a la comisaría.
Ya a punto de terminar con el engorroso trámite, el borrachín vuelve a la carga. Me despido, con cachita, y le digo lo contento que estoy con que las leyes se cumplan y que todo esto se debe a su irresponsable actitud. No me va a pasar nada y dentro de poco habrán leyes para que rosquetes como tú no salgan a la calle. Regreso a casa, agotado por el episodio y confiando en que nada extraño ocurra con el parte policial.
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